La constitución y la dictadura

José Ramón González Chávez

Observatorio Constitucional

A diferencia de lo que pudiera parecer a simple vista, la vida constitucional de México no ha sido sencilla ni libre de conflictos; de hecho, ha transcurrido en medio de delicadas turbulencias políticas y sociales. En unos casos las ha provocado y en otros ha sido el corolario de ellas o las ha tratado de resolver. En efecto, desde el inicio de nuestra vida independiente hace ya más de 200 años, los documentos constitucionales de nuestro país han surgido entre asonadas, cuartelazos, planes revolucionarios, manifiestos, protestas y hasta golpes de estado, disoluciones de congresos e implantación de gobiernos ilegítimos.

Ente un ejército empoderado y una ciudadanía de papel, los ejecutivos y legislativos en turno cedían a la violencia que campeaba en el país. En muchos casos, las decisiones de gobierno tenían la impronta del absurdo, y en política ningún absurdo puede sostenerse si no es por medio de la fuerza, de la represión; pero es tan malo o aun peor la debilidad del gobernante en turno y los desatinos eran solo la voz de una opereta fársica donde convivían en extraña paradoja la fuerza del poder público y la debilidad del gobierno en turno.

El jacobinismo pseudo democrático apoyado en la turba, enarbolaba esa versión de la palabra “pueblo” que se opone y enfrenta a esa otra versión del término pueblo entendido como una comunidad política denominada “ciudadanía” aquella parte de la población que goza y ejerce plenamente sus prerrogativas políticas y que por su propia naturaleza se opone a la demagogia, al autoritarismo populista.

En esa cadena perversa de desatinos, los desgobiernos populistas destruyeron instituciones, crearon otras inútiles, dividieron al país y al hacerlo, demolieron la conciencia de unidaddestruyeron la credibilidad tanto de gobernantes como de opositores y la certeza en un proyecto político de alcance nacional que debería ser plasmado en la Carta Magna como acta constitutiva del Estado de Derecho, de esa convicción del sometimiento de todos, gobernantes y gobernados, al imperio de la ley.

El viejo dicho de que quien no conoce o reconoce la historia está condenado a repetirla, parece ser la regla común de la praxis política mexicana pero en estos últimos años exacerbada a su máxima expresión. Ejemplos de cómo la concentración del poder público en una figura única; la cancelación del federalismo sustituyéndolo por un centralismo de facto; la construcción de la falacia de la división entre el “pueblo bueno” (ignorante, desprovisto, sumiso, servil) y la mafia explotadora (todos los que no tengan las características anteriores); el menosprecio a las instituciones, a la Constitución y las leyes, nos hablan con gran elocuencia de que solo conducen al estancamiento cuando no al retroceso del Estado Constitucional en todo Estado democrático, y México no es la excepción.

Sería interminable enlistar todas las acciones regresivas tomadas en estos años recientes, aunque hay que resaltar primordialmente la demolición de las instituciones fundamentales que son pilares del Estado Constitucional, como la prevalencia de los derechos humanos la democracia, el federalismo, la división de poderes y la sana autonomía entre cada uno de ellos dada su propia naturaleza y características, y ahora el desmantelamiento del sistema judicial, colocando en su lugar algo que ya no se diga técnicamente sino que el propio sentido común no alcanza a comprender por irracional.

Todos estos son signos claros de una intención unas veces velada, otras evidente, de suplantar todo eso por un estado netamente dictatorial, con poder para destruir lo construido pero incapaz de ofrecer nada en su lugar, más que el afán mezquino de mantener y aumentar el poder político pero mediante los votos no  de políticas programas, acciones que redunden realmente en el desarrollo político, económico y social de los mexicanos.

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